En la lista anual que Kristin Thompson dedica a las mejores películas del año, hace 90 años (éste tocaba 1922), el par de párrafos que comparto a continuación consiguieron que quisiera volver a ver, inmediatamente, Nosferatu de F.W. Murnau, y que todas mis neuronas bailaran a un tiempo el rock de la cárcel:
Uno de mis momentos favoritos de Nosferatu es la escena en la que el Conde Orlock está a punto de atacar a Hutter en una de las habitaciones del castillo. Ellen, desde su casa de Wisburg, de alguna forma lo presiente y, llena de pánico, abre los brazos en un gesto desesperado pidiendo misericordia. Orlock se da la vuelta y aparta la mirada de Hutter, y el siguiente plano muestra de nuevo la súplica de Ellen.
Es el clásico plano/contra-plano, y sin embargo los dos están dos países distintos, a kilómetros de distancia. La situación resulta ambigua. ¿Puede Orlock sentir la súplica de Ellen? ¿La ve en la distancia, mágicamente? Sea lo que fuere, Orlock acaba saliendo del cuarto de Hutter, y la implicación clara es que el gesto de Ellen ha motivado la retirada. Ese enfoque del espacio es, como poco, inusual.
Las neuronas bailan el rock de la cárcel (o cualquier otro, que casi todos valen) cuando, deslumbradas por la claridad algo bello, revelador y elocuente, el éxtasis se apodera de ellas.