Leyendo el resumen que escribió Matt Zoller Seitz sobre la primera temporada de True Detective, me encontré con una frase que expresó con tanta eficacia una inquietud que me acompaña, al menos, desde que leí Los diez negritos, que la repetí en mi cabeza como si se tratara de un aforismo:
Por mucha destreza que tenga el artista para estimular la mente, el poder de nuestra curiosidad y nuestros miedos siempre supera sus facultades.
Y continúa:
Es difícil imaginar lo inimaginable.
Las historias que dependen de la resolución de un misterio tienen que lidiar con ese problema fundamental, y cuanto más grande el misterio, más grande el problema. No veo muchas series, pero ni siquiera Twin Peaks elevó el asesinato de Laura Palmer al origen del universo. La ambición de True Detective, de proporciones bíblicas en varios sentidos, ha terminado por devorarla como un agujero negro porque Nic Pizzolato, guionista de la serie, intenta nada menos que materializar nuestros miedos (“El horror…”, que diría el Coronel Kurtz); y claro, se corre la cortina y vemos que el Gran Mago de Oz no era para tanto. Zoller lo explica muy bien en su artículo (si no has visto la serie, no leas lo bien que lo explica):
Después de tantas expectativas, tantas conversaciones sobre visiones, tiempo y memoria, tanta alusión al Rey Amarillo y H.P. Lovecraft e incluso Kurt Vunnegut [...], Rust Cohle y Marty Hart terminan en una variante del climax de, en fin, cualquier historia que hayamos visto de un asesino en serie: enfrentándose a un monstruo en su laberinto mientras escuchan sus mofas incorpóreas y examinan su instalación artística.
El problema, como digo, es antiguo. ¿Cómo plantear un misterio que apele a nuestros instintos y prometer un desenlace claro, cuando la curiosidad, y la insatisfacción que sigue al verla colmada, van de la mano? Igual es buena cosa que el motivo de la existencia sea tan escurridizo.